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Los exorcismos eran rituales muy populares en la Edad Media, avocados a expulsar supuestos malos espíritus del cuerpo de incautos poseídos. Generalmente se basaban en exhortaciones y ruegos grandilocuentes que producían, probablemente por causa de la adrenalina y el stress al que eran sometidos los exorcizados, la ilusión de liberación y sanación.
En la antigüedad, muchos casos de esquizofrenia, del síndrome de Tourette (que padecía Super Taldo), Encefalitis por anticuerpos o epilepsia, eran tratados como simples casos de posesión demoníaca. Así, se presumía que simplemente invocando deidades y tirando agua bendita en el enfermo, todos los padecimientos físicos y mentales de la persona afectada desaparecían.
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Algo similar, guardando las proporciones, ocurre con Chile desde el acuerdo del 15 de noviembre de 2019.
Se presume que invocando una nueva carta, todos los males y padecimientos desaparecerán por arte de magia. Como una ironía, quienes se han alzado como principales exorcistas de la República han sido los propios partidos políticos. Así, la víctima de posesión será exorcizada por el cura del pueblo del cual, sin embargo, todos desconfían profundamente.
Más allá de lo valorable del hecho de que las fuerzas políticas establezcan acuerdos e inviten a los ciudadanos a participar, a partir de noviembre de 2019 se instaló un diagnóstico respecto a la situación en Chile que es similar al errado diagnóstico que daba paso a los exorcismos. En el caso de nuestro país, se ha concluido sin mucha discusión que todo radica en una posesión demoniaca llamada constitución neoliberal. Por tanto, la solución sería exorcizar al país de ese demonio, escribir dignidad por todos lados y listo, problema solucionado.
Lo cierto es que en Chile hace rato se ha incubado una crisis profunda de representatividad, de probidad y de confianza, que se traduce en una seria crisis de autoridad, la cual un exorcismo invocando una nueva constitución, no necesariamente va a resolver. Como diría Pepe Auth, podría ayudar. Quizás, pero nadie sabe eso realmente.
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Como el diagnóstico de la posesión demoníaca constitucional se volvió predominante a partir del acuerdo de noviembre de 2019, poco se ha reflexionado sobre otros síntomas o causas que afectan a Chile.
Algo que no se ha asumido en cuanto a lo iniciado en octubre de 2019 es que gran parte del embrollo responde a lo que podríamos llamar la paulatina degradación del campo político y del sistema de partidos. Eso no es producto de la constitución sino a pesar de esta. Porque no hay que olvidar que primero se planteaba que el problema era el binominal. Pero el sistema se cambió y el problema ha persistido sin mostrar mejoras sustanciales.
Obviamente, correr con capas de Naruto o apareciendo en cada programa, incluso disfrazado de padre de la Patria, tampoco contribuye a resolver el asunto. Tampoco lo hará azuzar y convertir en rutina conductas vandálicas y carnavalescas intentando alzarse como líder de barra brava, tal como en algún momento intentaron hacerlo algunos dirigentes políticos. No hay que olvidar que algunos, que en octubre de 2019 se creían Danton o Robespierre, terminaron siendo denostados y escupidos por la misma masa que azuzaron, como fue el caso del diputado Gabriel Boric.
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En ese sentido, la corrupción del campo político chileno, que alimenta directamente la crisis de autoridad, se ha caracterizado por la creciente incapacidad de los sectores políticos de cooperar en función del interés general. En ese sentido, es más fácil culpar a la constitución de tales inoperancias en vez de asumir su propia falta de compromiso y capacidad política para establecer acuerdos.
No debería extrañarnos que un 72% de los encuestados en la CEP de diciembre de 2019 haya dicho que no se identificaba con ningún sector político. O que en febrero de 2020, según el propio SERVEL, se produjera un número de desafiliaciones partidarias equivalentes a todo 2019. Ni la promesa de nuevos partidos entusiasma a la gente, menos si caen en las mismas prácticas mañosas que prometen superar (ahí está el caso del Frente Amplio). De ser así, los proyectos de James Hamilton o Fernando Atria habrían tenido más éxito, pero ni siquiera les alcanzó para constituirse.
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Todas las señales de desafección política, incluidas marchas donde los partidos no juegan ningún rol aunque algunos dirigentes comunistas pretendan aquello, se suman a un notorio aumento en las expectativas producto de discursos demagógicos y a una creciente desconfianza institucional. Y claramente, no han sido consideradas por los dirigentes partidarios a la hora de invitarnos con bombos y platillos al ritual del exorcismo constitucional. ¿Será suficiente para revertir la decadencia del propio mundo político? La duda es más que razonable.
Desde antes de octubre de 2019, nuestros partidos políticos, frente a la crisis de autoridad e institucional que nos afecta, han actuado tal como esos padres que pelean, sin reflexionar sobre lo que los lleva a reñir, mientras sus hijos lloran como tristes testigos de la disolución familiar.
Están tan centrados en sí mismos, en sus pequeñas batallas, sin observar lo que se requiere y espera de ellos. En ese sentido, parece que todos los partidos, más allá de su apoyo o no a cambiar la constitución, asumieron que, tal como creían quienes impulsaban los exorcismos, el plebiscito resolverá todo el embrollo en Chile, sea cual sea la opción triunfante. Pero, nunca un exorcismo ha curado la esquizofrenia.
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