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Llegó marzo y volvieron miles de estudiantes secundarios a clases, un total de 300 mil jóvenes iniciaron el año escolar en la Región del Biobío. Tal jornada estuvo nuevamente marcada por una minoría movilizada y radical – 300 secundarios en el centro de Concepción-, que con vehemencia llamó desde sus organizaciones a no asistir a clases y a no aceptar la normalidad que se les busca imponer. La actitud y el comportamiento de la generación ostensiblemente más ilustrada de Chile (medida por años de escolaridad), es algo a lo cual prestar atención.
Nunca antes en la historia nacional, nos habíamos enfrentado a un abanico abierto de oportunidades para los jóvenes. Se logró una cobertura de educación secundaria de 80,1% siendo líder regional, la escolaridad promedio de un niño chileno asciende a 15 años -con una escasa brecha de un niño francés o de la condecorada OCDE- e incluir a más de 1.250.000 estudiantes que actualmente cursan la educación superior. Además, si medimos la desigualdad de forma intergeneracional evidencia Claudio Sapelli, esto es entre la generación nacida desde 1960 con la de 1990 en adelante, esta se reduce en 20 puntos pasando a un índice de Gini de país desarrollado de 0.28 (en donde acercarse más al cero será una sociedad más igualitaria y el 1 la más desigual). Es decir, a la luz de la evidencia empírica los jóvenes chilenos tienen ostensiblemente un mejor acceso a oportunidades que sus padres, poseen mayor grado de escolaridad y son generacionalmente más iguales.
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¿Por qué entonces esta generación demuestra tanta ira, frustración y enojo? ¿Por qué motivos se resisten a iniciar sus actividades educativas y prefieren promover la violencia en las calles? Por un lado, existe una verdadera reverencia absurda, incomprensible y patética de buena parte de la población adulta que ve en ellos “justicieros sociales”. Esta es la denominada beatería juvenil y que se hizo presente en plena rutina de Pedro Ruminot en el festival de Viña del Mar, en que se aduló indiscriminadamente y sin razón alguna a “Alvarito”, un joven presente en la platea del lugar.
Por otro, el rector Carlos Peña en su libro “Pensar el malestar” asevera que “la generación nacida en los años noventa sufre de una anomia, de falta de orientación normativa, y está entregada a su propia subjetividad”. En consecuencia, viven sin reglas o normas que orienten la conducta y, además, se considera a la propia voluntad como un factor absoluto y determinante como principio moral- lo que es correcto o incorrecto- en la configuración de la propia vida.
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Así las cosas, no cabe más que irremediablemente reprochar y condenar los actos de una masa con tendencia absolutista, que padece del síndrome de Cristóbal Colón, esto es creer que consigo misma comienza la historia. No es momento de aplaudir, ni mucho menos reverenciar, el vandalismo practicado por jóvenes que no tienen ningún pudor en destruir parte de la sociedad, mobiliario público e inclusive impedir que sus propios compañeros se eduquen. No enfrentamos pequeños justicieros sociales, sino que verdaderos tiranos egocéntricos.
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